Sermón de San León Magno sobre la Cuaresma

Fuente: FSSPX Actualidad

Al proponerme predicarles sobre este santísimo e importante ayuno de la Cuaresma, amados míos, ¿cómo empezaré mejor que citando las palabras del Apóstol, en quien Cristo mismo hablaba, y recordándoles lo que hemos leído: "He aquí ahora el tiempo aceptable. He aquí ahora el día de la salud" (II Cor. 6,2).

La Cuaresma debe ser una preparación para la Semana Santa y la Pascua

Aunque el Señor nos colme de sus gracias en todo tiempo, y su divina misericordia venga incesantemente en nuestra ayuda, el alma debe, sin embargo, dedicarse con más celo a la práctica de la virtud y concebir mayores esperanzas en estos tiempos en que el cumplimiento de los misterios de nuestra redención nos invita especialmente a ejercer muchos actos de piedad, para que podamos celebrar con gran pureza de corazón y de espíritu el santo e incomparable misterio de la Pasión de Nuestro Señor.

Siempre debemos adorar estos misterios divinos con la misma piedad, con el mismo amor, y permanecer siempre ante Dios tan puros como debemos estar durante la fiesta de Pascua. Pero pocas personas poseen suficiente fervor para esto; la fragilidad de la carne nos impide persistir en la estricta observancia de los preceptos divinos; y los problemas y angustias de esta vida causan tan grandes distracciones que aun las almas más virtuosas no pueden evitar ser contaminadas por el polvo del mundo; entonces Dios, en su Sabiduría, nos ha dado la Cuaresma para purificar nuestras almas, para redimir por las buenas obras y el ayuno de la piedad las faltas que hayamos cometido en el transcurso del año.

La práctica de la Cuaresma debe consistir ante todo en una renuncia interior

Puesto que estamos a punto de entrar en estos días santos en que las leyes divinas nos prescriben purificar nuestra alma y nuestro cuerpo, cuidémonos de obedecer estos preceptos del Apóstol: "Purifiquémonos de toda contaminación de carne y de espíritu, santificándonos cada vez más con un santo temor de Dios" (2 Cor 7, 1).

Pongamos fin a todo tipo de lucha entre nuestra alma y nuestro cuerpo; que el alma conserve su autoridad y que el cuerpo se sujete al alma, la cual debe gobernarlo según las leyes del Señor; tengamos cuidado de no ofender a nadie y demos la oportunidad a cualquiera de culparnos. Los infieles harían bien en despreciarnos, y por culpa nuestra, sus lenguas impías se desatarían contra la religión, si no ayunáramos con toda la perfección de la santa continencia.

No es solo en la privación de los alimentos en lo que consiste la santidad del ayuno; de nada sirve privar al cuerpo de su alimento ordinario, si el espíritu no abandona los caminos de la iniquidad, si la lengua no se abstiene de murmurar o calumniar. Debemos imponer a nuestras pasiones el mismo control que imponemos a nuestra intemperancia.

En el ejercicio de las virtudes

Este es el tiempo en que debemos volvernos amables y pacientes, pacíficos y tranquilos, en que debemos desterrar el vicio de nuestro corazón, y esforzarnos por enriquecerlo con las virtudes eternas. Este es el tiempo en que las almas piadosas deben perdonar las ofensas, despreciar los injurias y olvidar los insultos. Este es el tiempo en que el alma fiel, revestida de los brazos de la justicia, debe luchar a derecha e izquierda, para que, pura en su conciencia y constante en su probidad, sea en la gloria o en la ignominia, sea en el honor o en la infamia, no se enorgullezca por los elogios que se le pueden hacer, ni se desanime por las afrentas que pueda recibir.

Que la humildad del hombre religioso no sea ni salvaje, ni dolorosa, sino que respire santidad; que su boca no murmure vanas quejas, ya que nunca le faltan los santos consuelos de los gozos celestiales.

Y en la práctica de las buenas obras

Que nadie tema disminuir sus riquezas o empobrecerse dando muchas limosnas; la pobreza cristiana es siempre rica, y lo que ella posee es más precioso que lo que le falta. ¿Por qué temer la pobreza en este mundo, si todo lo tenemos en Dios? Los que aman hacer buenas obras nunca deben temer perder los medios, pues una viuda pobre es alabada en el evangelio por haber dado dos óbolos, y Dios recompensa a los que dan de beber agua fresca en su nombre. El mérito de una buena acción se mide por la intención; aquel cuyo corazón está lleno de misericordia siempre encuentra ocasión para ejercerla.

La viuda de Sarepta nos da un ejemplo de esto: el hambre asoló la tierra en tiempo del bienaventurado Elías; ella tenía comida para un solo día, y le dio todo al profeta para calmar su hambre, le ofreció el poco aceite y la harina que le quedaba, sin pensar en sí misma. Pero no se vio privada de lo que tan voluntariamente dio: sus vasijas, que había vaciado por piedad, se convirtieron en fuentes inagotables; y como en su celo no había temido que le faltara el alimento, encontró allí una y otra vez lo que había dado.