Devoción a Nuestra Señora de los Dolores

Fuente: Distrito de México

El Sábado Santo es un día de profundo duelo, durante el cual la Iglesia se detiene junto al sepulcro del Señor, meditando su Pasión y Muerte en espera de la Resurrección. Acompañemos a Nuestra Madre Dolorosa en las diversas estaciones que recorrió durante este día, y tomemos parte en las angustias de su corazón abismado en el dolor.

PRIMERA ESTACIÓN

María junto al sepulcro

¡Cuál debió ser la aflicción de María al contemplar el lúgubre aparato de la sepultura de su amado Hijo! Comparaba el tiempo en que envolvía con pañales el cuerpo de su Jesús, siendo niño, con el presente en que le veía en brazos de José y Nicodemus, y no es posible comprender la amargura que experimentaba su corazón. ¿Cómo apartar la mirada de aquel caro objeto de su dolor? Más muy pronto se ve privada aún de este último y doloroso consuelo, al cerrarse la entrada del santo sepulcro; y entonces, la Virgen Dolorosa, pegados los labios a la piedra que oculta a sus ojos el único objeto de su amor, da al cuerpo de Jesús el último adiós, regando con lágrimas la tierra que le ha recibido en su seno. 

Tomemos parte en el dolor de Nuestra Madre, toda vez que nuestros pecados son la causa de la muerte del Hijo, cuya pérdida llora tan amargamente.

SEGUNDA ESTACIÓN

María vuelve a Jerusalén

Acércase la noche, y Nuestra Señora, resignada, se levanta, dobla la rodilla, besa de nuevo el sepulcro, dirige una mirada al cielo, y deja su corazón sepultado junto al cuerpo de su Hijo. Cúbrenla con un velo las santas mujeres, y todas bajan en silencio, sólo interrumpido por suspiros y sollozos, volviendo María una vez más sus ojos llenos de ternura hacia el lugar donde deja su vida y su amor.

Acompañemos en espíritu a aquellas mujeres afligidas, y preguntémonos si estamos libres de culpa en la muerte del divino Salvador que van llorando.

TERCERA ESTACIÓN

Al pasar por el Calvario, Nuestra Señora ve la Cruz de Jesús

¡En qué océano de amargura se ve sumergido el corazón de María, cuando pasando por el Calvario, para volver a Jerusalén, ve de nuevo aquel lugar donde acaba de consumarse un horrendo deicidio en la persona de su Hijo muy amado! Su vista distingue la Cruz todavía levantada y bañada en la sangre de Jesús; se acerca a aquel madero, antes tan infame y ahora tan precioso; lo besa con respeto, lo estrecha contra su corazón y lo riega con un torrente de lágrimas.

¡Oh Madre de dolor y de amor!, alcanzadnos la gracia de abrazar la cruz, como Vos, con alegría y amargura a la vez, pues que en ella murió nuestro Salvador y murió por nuestros pecados.

CUARTA ESTACIÓN

Vuelve María a Jerusalén

Al ver de nuevo aquella ingrata ciudad, donde el Santo de los santos acaba de ser tratado como un criminal, Juan y las santas mujeres dan libre curso a su llanto. Cada paso en Jerusalén es una nueva espada de dolor para el corazón de Nuestra Madre. Las calles, las plazas, el pretorio, todo le va trayendo a la memoria algunos nuevos ultrajes hechos a Jesús: aquí fue atado como un vil malhechor; allí fue ignominiosamente azotado; en este sitio, abrumado de dolor y fatiga, cayó en tierra; por aquella calle pasó, yendo con Herodes... !Ah, hijo mío, hijo mío muy amado, cuánto has sufrido!

Haced, Virgen santa, que la aflicción en que os veo sumergida llene mi alma de compunción y dolor. Grabad en mí un tierno recuerdo de todo lo que padeció vuestro corazón maternal al ver sufrir a Jesús por nuestro amor.

QUINTA ESTACIÓN

Nuestra Señora en casa de San Juan

¡Qué consuelo el de San Juan, al recibir en su casa a la Madre de su buen Maestro, convertida en madre suya! Más, ¡qué pena para Nuestra Señora! No ve allí a su Hijo amado, no oye ya su dulce voz, no recibe sus delicadas atenciones. La vista de San Juan le renueva la memoria de aquel único amado Hijo, y eso redobla su dolor y aviva toda su ternura. Nada puede consolarla de la ausencia de su Jesús, y sus lágrimas corren día y noche, pensando en su muerte cruel y en las iniquidades de los hombres que fueron su causa.

¡Madre afligida!, yo me asocio a vuestro dolor, y, puesto que me adoptaste en la persona de San Juan, permitid que me arroje con confianza en vuestros brazos, y no me desechéis por indigno que sea de vuestra ternura. 

SEXTA ESTACIÓN

María ocupada sin cesar en la Pasión de su Hijo

¿Quién podrá explicar la grandeza de la aflicción en que se vio sumergida Nuestra Señora durante las dos noches y el día que mediaron entre la sepultura y la resurrección de Jesús? Preocupada únicamnente con la Pasión, la Madre desolada oye todavía los sediciosos y horrendos gritos de los judíos; cuenta de nuevo los azotes, y ve las ignominiosas bofetadas y las salivas inmundas con que maltratan y deshonran a su Hijo; se imagina presenciar las burlas impías y los sacrilegos insultos de que es objeto; aun le ve clavado y agonizando en la cruz, y su corazón se parte de dolor al contemplar a todo un Dios moribundo exhalando el último suspiro.

¡Oh, María, Virgen Santa, abismada en el dolor!, grabad en mí un recuerdo tan profundo de los oprobios de Jesucristo, que jamás los olvide hasta el último instante de mi vida.

SÉPTIMA ESTACIÓN

Nuestra Señora afligida por la muerte de los pecadores

La Virgen Santa había ofrecido a Dios su amado y único Hijo por la salvación de todos los hombres, de quienes acababa de ser constituida madre; pero considera el gran número de los que habían de perderse por el abuso de la sangre preciosa que se vertiera para redimirnos, y su alma, ya profundamente angustiada, se ve oprimida por una nueva tristeza. Esta idea pone el colmo a su aflicción, y la hace verdaderamente Reina de los mártires. 

¡Oh, la más adorable de las madres!, no permitáis que sea del número de aquellos ingratos que exacerban vuestros dolores, abusando de la sangre y méritos de vuestro divino Hijo. Haced, por el contrario, que me sean aplicados con fruto en vida y en la hora de la muerte.

OCTAVA ESTACIÓN

La Resurreción de Nuestro Señor

Absorta en sus dolorosos pensamientos, afligida por la desgraciada suerte de tantos hombres como se perderían a pesar de la muerte que Jesús había padecido por salvarlos, Nuestra Señora se hallaba abismada por las más penosas reflexiones, cuando he aquí que conoce la Resurrección de su Hijo. ¡Oh!, cesad ya, Virgen Santa de entregaros a la tristeza; enjugad vuestras lágrimas que Jesús ha resucitado; ved el resplandor de su cuerpo, contemplad la majestad de ese Rey vencedor de la muerte, y el regocijo de los ángeles y santos que le rodean y permitid que, uniéndome a ellos, os diga llena de gozo: "Reina del cielo, alegraos, aleluya. Porque Aquel que merecisteis llevar en vuestro purísimo seno, aleluya. Resucitó, según dijo, aleluya!

Oración

Imprimid vuestra penas, Reina del cielo, en el fondo de mi corazón, a fin de que en ellas pueda leer y aprender dolor y amor: dolor, para sufrir con Vos y por Vos toda suerte de dolor; y amor, para despreciar con Vos y por Vos todo amor que no sea el de Jesús. Amén.