Aparición de Cristo resucitado a su Santísima Madre
Mientras tanto Jesús resucitado, cuya gloria aún no ha contemplado ninguna criatura mortal, ha franqueado el espacio y en un instante se ha reunido con su Santísima Madre. Es el Hijo de Dios, es el vencedor de la muerte; pero es también el hijo de María. María estuvo junto a él hasta que expiró; ella unió el sacrificio de su corazón de madre al que ofrecía él mismo sobre la cruz; es justo, pues, que las primeras alegrías de la Resurrección sean para ella. El santo Evangelio no
refiere la aparición del Salvador a su Madre, mientras que se extiende sobre todas las demás: la razón es obvia. Las otras apariciones tenían como fin promulgar el hecho de la Resurrección; ésta la exigía el corazón de un hijo, y de un hijo como Jesús. La naturaleza y la gracia reclamaban esta entrevista primera, cuyo conmovedor misterio hace las delicias de las almas cristianas. No era necesario se consignase en los libros sagrados; la tradición de los Padres, comenzando por San Ambrosio bastaba para trasmitírnosla, dado caso que nuestros corazones no la hubieren presentido; y cuando nos preguntamos, por qué el Salvador, que debía salir del sepulcro el domingo, quiso hacerla en las primeras horas de este día, aun antes de que el sol hubiese iluminado al universo, asentimos fácilmente a la opinión de los autores que han atribuido esta prisa del Hijo de Dios, a la inquietud que experimentaba su corazón por poner término a la dolorosa espera de la más tierna y más afligida de las madres.
¿Qué lengua humana osará traducir las expansiones del Hijo y de la Madre, en esta hora tan deseada? Los ojos de María, yertos por el llanto y el insomnio, se abren de pronto a la suave y dulce luz que le anuncia la llegada de su querido Hijo; la voz de Jesús que resuena en sus oídos, no ya con el acento doloroso que en días pasados descendía de la cruz y traspasaba como una espada su corazón maternal, sino jovial y amorosa, propia de un hijo que viene a contar sus triunfos a aquella que le dió a luz; el aspecto de aquel cuerpo que ella recibió en sus brazos, hacía tres días, ensangrentado e inanimado, ahora es fúlgido y pletórico de vida, radiante con los reflejos de la divinidad, a que estaba unido; las ternezas de un tal hijo, sus palabras cariñosas, sus abrazos, que son los de un Dios; para evocar la sublimidad de esta escena, no conocemos más que la frase de Ruperto, que nos pinta la efusión gozosa que llenó entonces el corazón de María, como un torrente de dicha que la embriagaba y la quitaba el sentimiento de los dolores tan punzantes que había sufrido.
Mas este torrente de delicias, que el Hijo de Dios había preparado a su Madre, no fué tan súbito como este autor del siglo XII da a entender. Nuestro Señor mismo quiso describir esta escena en una revelación que hizo a Santa Teresa. Se dignó confiarla, que la postración de su divina Madre era tan profunda, que no habría tardado en sucumbir a tal martirio; y que, cuando se apareció a ella en el instante en que acababa de salir del sepulcro, necesitó cierto tiempo para volver en sí, antes de encontrarse en estado de poder gustar aquella alegría; y el Señor añade que permaneció mucho tiempo a su lado, ya que esta presencia prolongada la era necesaria.
Nosotros, cristianos, que amamos a nuestra Madre, que la vimos sacrificar a su propio Hijo por nosotros en el Calvario, participemos con afecto filial de la felicidad con que Jesús se dignó colmarla en este instante, y aprendamos también a compadecer los dolores de su corazón maternal. Es la primera manifestación de Jesús crucificado: recompensa de la fe que veló siempre en el corazón de María, aun durante el lóbrego eclipse que se prolongó durante tres días. Pero es tiempo que Cristo se muestre a otros, y que la gloria de su resurrección comience a brillar sobre el mundo. Primero se hizo visible a aquella que entre todas las criaturas, era la más querida y la única digna de tal honor; ahora en su bondad, va a recompensar con su visita llena de consuelos, a las almas abnegadas que han permanecido fieles a su amor, en un duelo quizás demasiado humano, impulsadas por un reconocimiento que ni la muerte ni la tumba pudieron enervar.
El Año Litúrgico - Dom Prosper Gueranger