Tiempo de Cuaresma

Se da el nombre de Cuaresma al período de oración y penitencia durante el cual la Iglesia prepara las almas a celebrar el misterio de la Redención. A los fieles, aun los mejores, propone nuestra Madre la Iglesia este tiempo litúrgico como retiro anual que les brindará ocasión oportuna de separar todos los descuidos de otras temporadas, y encender la llama de su celo. A los penitentes, los llama la atención sobre la gravedad del pecado, e inclina su corazón al arrepentimiento y a las buenas resoluciones, y les promete el perdón del Corazón de Dios.
Misterio del Tiempo de Cuaresma
El número cuarenta y su significación
En el período de Septuagésima hallamos el número septuagenario que rememora los setenta años de la cautividad de Babilonia, tras los que el pueblo de Dios, purificado de su grosera idolatría, debía ver de nuevo a Jerusalén, y allí celebrar la Pascua. Ahora la Iglesia propone a nuestra religiosa atención el número cuarenta, que al decir de San Jerónimo es propio siempre de pena y aflicción. Recordemos la lluvia de cuarenta días y cuarenta noches cuando Dios se arrepintió de haber creado al hombre y que anegó bajo las olas al género humano, a excepción de una familia. Consideremos al pueblo hebreo errante cuarenta años en el desierto, en castigo de su ingratitud.
Refiriéndonos a estos hechos comprendemos por qué el hijo de Dios, encarnado para salvación del hombre, queriendo someter su carne divina a los rigores del ayuno, hubo de escoger el número de cuarenta días para este solemne acto. Preséntasenos, así, la institución de la Cuaresma en toda su majestuosa severidad, como medio eficaz de aplacar la cólera de Dios y purificar nuestras almas.
El Ejército de Dios
Para lograr la regeneración que nos hará dignos de recobrar las alegrías santas del Alleluia, es menester triunfar sobre nuestros tres enemigos: demonio, carne y mundo. Unidos al Redentor que, en la montaña, lucha contra la triple tentación y contra el mismo Satanás, es necesario estar armados y velar sin tregua. Para sostenernos con la esperanza de la victoria y alentar nuestra confianza en el divino amparo, la Iglesia nos recuerda la protección que Dios extiende sobre nosotros “cómo escudó”; que esperemos “la sombra de sus alas”; que en Él confiemos, porque nos apartará de los “lazos del cazador infernal”, que nos roba la santa libertad de los hijos; que estemos seguros del valimiento de los santos ángeles, nuestros hermanos a quienes el Señor “ha ordenado nos guarde en estos nuestros caminos”; ellos, testigos respetuosos del combate que el Salvador soportó contra Satanás, se le acercaron después de la victoria para servirle y para honrarle.
Pedagogía de la Iglesia
La Iglesia no se limita a darnos solamente una consigna contra la sorpresa del enemigo; para entretener nuestros pensamientos, ofrece a nuestros ojos tres grandes espectáculos que van a desarrollarse hasta la fiesta de Pascua, y cada uno de ellos nos produce emociones piadosas unidas a una instrucción solidísima. En la primera de estas escenas vamos a presenciar el desenlace de la conspiración de los judíos contra el Redentor; conspiración que empieza a urdirse y estallará el Viernes Santo, cuando veamos al Hijo de Dios alzado en el árbol de la Cruz.
En segundo lugar, recordándonos que la Pascua es para los Catecúmenos el día del nuevo nacimiento, volará nuestro pensamiento a aquellos primeros siglos del cristianismo en que la Cuaresma era para los aspirantes al Bautismo, la última preparación. Daremos gracias a Dios que se dignó hacernos nacer en tiempos en que el niño no necesita aguardar a la edad madura para experimentar las divinas misericordias. Pensaremos asimismo en esos nuevos catecúmenos que, en nuestros días, aguardan en las regiones evangelizadas por nuestros modernos apóstoles, la gran solemnidad del Salvador vencedor de la muerte, para bajar, como en tiempos antiguos, a la sagrada piscina y surgir con nuevo ser.
Debemos, por último, pensar en aquellos penitentes públicos, que solemnemente expulsados de la asamblea de los fieles el miércoles de Ceniza, eran, en el transcurso de la Cuaresma, objeto de la preocupación maternal de la Iglesia, que debía, si lo merecían, admitirlos a la reconciliación el Jueves Santo. Nos acordaremos entonces con qué facilidad nos han sido perdonadas maldades que, en siglos pasados, no lo eren sino tras duras y solemnes expiaciones. Pensando en la justicia del Señor que permanece inmutable, cualesquiera que sean los cambios que la condescendencia de la Iglesia introduce en la disciplina, sentiremos más vivamente la necesidad de ofrecer a Dios el sacrificio de un corazón verdaderamente contrito, y de animar con sincero espíritu penitente las menguadas satisfacciones que ofrendamos a la Majestad divina.
Práctica del Tiempo de Cuaresma
Temor saludable
Después de emplear tres semanas en reconocer las dolencias de nuestra alma y sondear las heridas que el pecado nos ha causado, debemos, al presente, sentirnos preparados a hacer penitencia. Conocemos mejor la justicia y santidad de Dios, los peligros que corre el alma impenitente; y para obrar en la nuestra el retorno sincero y duradero, hemos roto con las vanas alegrías y futilidades del mundo. La ceniza se ha derramado en nuestras cabezas y se ha humillado nuestro orgullo ante la sentencia de muerte que ha de cumplirse en nosotros.
En el curso de esta prueba de cuarenta días, tan largo para nuestra flaqueza, no nos abandonará la presencia de Nuestro Salvador. Parecía haberse sustraído a nuestras miradas durante estas semanas pasadas en que no resonaban más que maldiciones lanzadas contra el hombre pecador; pero esa sustracción nos era beneficiosa; era propia para hacernos temblar al ruido de las venganzas divinas. “El temor del Señor es el principio de la sabiduría”; y por habernos visto sobrecogidos de miedo, se despertó en nosotros el sentimiento de la penitencia.
Ejemplo de Cristo
Emmanuel mismo se ostenta de nuevo a nuestros ojos, no ya en apariencia de aquel tierno Niño que adoramos en el pesebre, sino semejante al pecador temblando y humillándose ante la soberana majestad por nosotros ofendida, y ante la cual se declara fiador nuestro. A efectos del amor que nos profesa vino a alentarnos con su presencia y sus ejemplos.
Vamos a dedicarnos durante cuarenta días al ayuno y abstinencia; Él, la inocencia personificada, va a consagrar el mismo tiempo a mortificar su cuerpo. Nos alejamos de placeres y sociedades mundanales; Él se retira de la compañía y vista de los hombres. Queremos nosotros acudir asiduamente a la casa de Dios, y darnos con mayor ahínco a la oración; Él pasará cuarenta días con sus noches conversando con su Padre en actitud suplicante. Nosotros repasaremos nuestros años en la amargura de nuestro corazón gimiendo y lamentando nuestros pecado; Él los va a expiar por el sufrimiento y llorarlos en el silenció del desierto, como si Él mismo los hubiera cometido.
Apenas sale de las aguas del Jordán santificándolas y fecundándolas y el Espíritu le lanza al desierto. Ha llegado, empero, para Él la hora de manifestarse al mundo; pero antes quiere darnos un ejemplo magnífico; y sustrayéndose a las miradas del Precursor y de la muchedumbre que vio descender la paloma sobre Él y oyó la voz del Padre dirige sus pasos al desierto. A corta distancia del río se levanta una agreste y escarpada montaña que las generaciones cristianas llamará después “Monte de la Cuarentena”. De su abrupta cresta se domina la llanura de Jericó, el curso del Jordán y el Mar Muerto que recuerda la cólera de Dios. Allí, al fondo de una gruta va a cobijarse el Hijo del Eterno, sin más compañía que las alimañas. Jesús penetra sin alimento alguno para el sostén de sus humanas fuerzas; el agua misma que pudiera refrescarle no se halla en aquel desierto. Sólo se ve la desnuda piedra donde reposar sus cansados miembros. A los cuarenta días se acercaron los ángeles y le ofrecieron un refrigerio.
Así, pues, se nos adelanta el Salvador y nos sobrepuja en la santa carrera de la Cuaresma; la ensaya, la lleva a cabo delante de nosotros para parar en seco con su ejemplo todos nuestros pretextos, angustias y repugnancias de nuestra debilidad y orgullo. Aceptemos la lección en toda su amplitud y comprendamos finalmente la ley de la expiación. Bajando de esa austera montaña el Hijo de Dios inicia su predicación con esta sentencia que dirige a todos los hombres: “Haced penitencia porque el Reino de Dios se acerca”. Abramos nuestros corazones a esta invitación para que no se vea forzado el Redentor a sacudir nuestra pereza por la amenaza escalofriante que deja oír en otras circunstancias: “Si no hacéis penitencia, todos pereceréis”.
La verdadera penitencia
La penitencia estriba en la contrición del corazón y mortificación del cuerpo; estos dos elementos le son esenciales. El corazón del hombre ha escogido el mal, y el cuerpo ha prestado ayuda a perpetrarle. Estando compuesto el hombre de uno y otro, ha de unirlos en el homenaje que a Dios tributa. El cuerpo ha de participar necesariamente de las delicias eternas o de los tormentos del infierno. No hay, por tanto, vida cristiana completa ni tampoco expiación acabada, si ambos en una y otra no toman parte.
El Año Litúrgico - Dom Prosper Gueranger