CÑ 48 - El hijo pródigo

Carta a los niños 48 | El hijo pródigo
La confesión es el sacramento donde más se manifiesta la misericordia de Dios. Dios es infinitamente misericordioso y para que nos convenciéramos de ello, Nuestro Señor Jesucristo nos enseñó esta parábola.
Había un hombre muy bondadoso, padre de dos hijos. Un día, el menor, con gran desprecio hacia su padre, y con un gran orgullo de sí mismo, se presentó ante él y le dijo: “Dame la parte de la herencia que me corresponde, porque me voy de esta casa a disfrutar de las alegrías del mundo”. El padre, sorprendido ante semejante pedido, hizo sin embargo como su hijo le había pedido. Y así, después de juntar todos sus bienes, se marchó el hijo ingrato a tierras lejanas.
Una vez lejos de su casa, comenzó a llevar una vida de placeres y comodidades, pero poco a poco, se le fue acabando el dinero. Y sucedió, que en aquellos lugares por donde vivía, sobrevino una gran hambruna. Este desagradecido, como había malgastado todos sus bienes en disfrutar de la vida sin querer trabajar, comenzó a tener necesidad de las cosas más básicas, hasta quedarse sin comida. Buscando una solución, encontró a un ciudadano que lo contrató para que apacentara los puercos que tenía en su campo. Pero era tal el hambre que tenía, y tan poco lo que ganaba, que hasta deseaba comer de las algarrobas que comían los puercos que él cuidaba.
Sumido en esta gran miseria, acordándose de lo bien que se encontraba antes en la casa de su padre, se decía a sí mismo: “¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia y yo estoy aquí muriéndome de hambre!”. Recapacitando acerca de todo lo que había hecho, y en la miseria en la que se encontraba, decidió finalmente regresar a la casa paterna: “Me levantaré e iré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo, trátame, al menos, como uno de tus jornaleros”. Y levantándose, regresó a su casa.
Era tan grande el amor que le tenía su padre, que a menudo se asomaba para mirar a lo lejos y ver si su hijo volvía. Hasta que un día lo vio regresar a lo lejos. Y, compadeciéndose de aquel que venía en un estado lastimoso, salió corriendo a su encuentro, se arrojó a su cuello y lo cubrió de besos. El hijo le dijo llorando: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo”. Pero el padre, lleno de alegría por haber recuperado a su hijo, inmediatamente dijo a los criados. “Pronto, traed la túnica más rica y vestídsela, poned un anillo en su mano y sandalias en sus pies”. “Traed un becerro bien gordo y matadlo para que celebremos llenos de alegría, porque mi hijo, que había muerto, ha vuelto a la vida, se había perdido y ha sido hallado”. Y se pusieron a festejar.
En la confesión sucede lo mismo. El padre bondadoso es Dios nuestro señor, que nos ha colmado de bienes. Nosotros somos los pecadores ingratos que lo abandonamos por el pecado. Y a pesar de que la culpa es nuestra, siempre está Dios atento mirándonos y dispuesto a perdonarnos si nosotros volvemos arrepentidos a él. La misericordia de Dios es tan grande que puede perdonar a cualquiera por más pecador que haya sido y por más que haya cometido los peores pecados. Sólo una condición tiene que haber de parte del pecador, hacer como el hijo pródigo, es decir, acordarse nuevamente de la bondad divina y arrepentirse sinceramente en su corazón. Luego, Dios hace todo los demás: nos perdona, y nos devuelve los bienes que nos había dado antes, incluso mayores, si el arrepentimiento es grande y va acompañado de un gran amor a Dios.
RP Gastón Driollet, fsspx