CÑ 47 - Necesidad de la confesión

Carta a los niños 47 | Necesidad de la confesión
Un día estaba Nuestro Señor caminando hacia Jerusalén, cuando he aquí que se le presentaron diez pobres enfermos de lepra. Las carnes se les caían a pedazos y despedían un hedor intolerable. Para no contagiar a nadie, vivían solos en el campo. Al ver a Jesús, corrieron hacia él y, cayendo de rodillas, le suplicaron: “Señor, ten misericordia de nosotros”. El los miró con gran benevolencia y les dijo: “Id, y presentaros a los sacerdotes, y quedaréis curados”. Y tal como Jesús dijo, ocurrió.
Ahora bien, lo que pasa en el cuerpo con esta enfermedad, ocurre en nuestra alma con los pecados. El pecado es la lepra del alma. Lamentablemente, como todos nacemos con el pecado original, hemos quedado inclinados al mal, y con facilidad cometemos muchos pecados, por lo que todos somos leprosos espiritualmente. Cada pecado que cometemos, aunque sea pequeño, es una mancha que ensucia el alma.
Por ello, a semejanza de los leprosos, debemos ir corriendo a Nuestro Señor, que es el único capaz de sanarnos. ¿Cuál es el remedio? “Id a los sacerdotes, a los ministros que yo he dejado en la tierra como mis representantes, para confesar los pecados”. La confesión es el sacramento que Nuestro Señor ha instituido especialmente para perdonar los pecados.
Sin embargo, la comparación con la lepra queda un poco corta, porque cuando el enfermo muere, se acabó todo para siempre. En cambio, para aquellos cuya alma está muerta por el pecado mortal, Dios en su misericordia ha querido que puedan renacer a la vida de la gracia mediante el remedio de la confesión.
En la Sagrada Escritura hay un pasaje del profeta Ezequiel que nos puede dar una idea de lo que hace este sacramento. El Señor lo tomó de la mano y lo llevó a un campo inmenso, todo sembrado de huesos descarnados y secos. Estaban todos amontonados formando una interminable extensión de esqueletos que se perdían en el horizonte.
“Profeta, ¿piensas que esos huesos vivirán?”, le preguntó el Señor. “Tú sólo lo sabes, Tú eres el dueño de la vida y de la muerte”, le respondió Ezequiel. Entonces, Dios le dijo: “Profetiza, y habla a esos huesos. Diles que te oigan”. Y el profeta levantó la voz y exclamó: “Huesos áridos, oíd la voz del Señor, vuestro Dios”.
Y apenas dijo estas palabras, aquellos huesos comenzaron a moverse y a agitarse. Un ejército de esqueletos se movían, infundiendo terror.
“Profeta, habla de nuevo y dile a esos huesos que se revistan de carne y nervios”. Así lo hizo, y así sucedió. Sólo les faltaba una cosa: la vida.
Y otra vez el profeta, en nombre de Dios, habló diciendo: “Huesos áridos, esqueletos repugnantes, cadáveres inmóviles, Dios que es la resurrección y la vida, soplará sobre vosotros desde los cuatro vientos del mundo y viviréis de nuevo”. Calló un momento y luego dijo: “muertos, vivid”. Y lo que antes eran huesos y cadáveres, ahora eran cuerpos vivos.
Algo parecido sucede con la confesión. Algunos tienen el alma muerta por el pecado, y después de haberla recibido resucitan otra vez a la vida de la gracia. ¡En esto consiste la maravilla de este sacramento!
RP Gastón Driollet, fsspx