CÑ 34 - Las hermosuras divinas
Carta a los niños 34 | Las hermosuras divinas
En el Santo Evangelio hay un pasaje muy conocido pero que viene bien recordar. Un día Nuestro Señor Jesucristo, toma consigo a Pedro, Santiago y Juan, para que lo acompañen a lo alto de un monte: el monte Tabor. Una vez arriba, vieron que aquel “Hombre” de aspecto ordinario, que se semejaba en todo a los demás (excepto en el pecado), de repente, se transformó totalmente, inundado de una luz brillante, sus vestidos se hicieron más blancos que la nieve, su hermoso rostro reflejaba la santidad infinita de su alma, y una gloria eterna brotaba de todo su sagrado cuerpo.
Era tal la felicidad y el gozo que les causó a los apóstoles esa visión, que sin pensar en lo que decía, San Pedro le pidió a Nuestro Señor que, como estaban tan felices, él quería hacer tres tiendas, una para Jesús, otra para Moisés y otra para Elías, y quedarse a vivir allí.
Ahora bien, si Nuestro Señor mostró apenas un poquito de su gloria y los apóstoles quedaron tan encantados que hubieran preferido quedarse a vivir allí para siempre, ¿qué será cuando veamos totalmente la gloria de Nuestro Señor Jesucristo? La contemplación de Nuestro Señor en el Cielo será para nosotros causa de una felicidad inmensa…
Pero no sólo a Nuestro Señor, sino que también vamos a ver a su querida Madre: la Santísima Virgen María.
Un santo monje, que amaba tanto a la Virgen María, rezaba todos los días para poder verla cara a cara. Y rezó, y rezó, con fervorosa insistencia. Un día le pidió lo siguiente: que pudiera verla al menos una vez, y que, a cambio, prefería quedarse ciego “¿para qué ver las bellezas del mundo si ya he visto a María?”.
Y se le apareció un ángel y le dijo: “prepárate, tu oración ha sido escuchada”. El corazón del monje estaba radiante de alegría. Enseguida ve una luz cada vez más intensa, y que de esa luz aparece una Señora de arrebatadora belleza divina: era la Virgen. Pero el necio monje la miró sólo con un ojo, ya que se cubrió el otro por miedo a perder la vista…Y la visión desapareció al instante.
Mucho lloró el monje arrepentido, porque la vio con un solo ojo. Quería volver a ver su belleza, y prefería verla con ambos ojos aunque sea un momento, y después morir. Y como la Virgen es muy buena, se le apareció nuevamente, y el monje la miró lleno de un éxtasis de amor. Pero para su sorpresa no quedó ciego, sino que incluso recuperó la vista de su otro ojo. Pero, desde aquel día, el santo monje no pudo vivir más en este mundo. Todo le parecía ruin y despreciable. Nada en este mundo podía compararse a la belleza de la Virgen…Y al poco tiempo, murió el monje exclamando: ¡María! ¡María!
Nosotros si nos portamos bien, si cumplimos con los mandamientos por amor a Dios y evitamos el pecado, algún día podremos ir al Cielo y ver con nuestros propios ojos la gloria y belleza de Nuestro Señor y la Virgen María…para siempre.
RP Gastón Driollet, fsspx